Los crímenes de Peckham. Sombras blancas. Capítulo 1
Londres, lunes, 25 de febrero de 2019
La tormenta despertó a Michelle. El reloj de su mesilla marcaba las once. La luz del relámpago iluminó la noche por completo; diríase que era de día por unos breves instantes. El ruido del trueno tardó bastante en oírse, señal de que la tormenta aún estaba lejos. La lluvia arreciaba, arrastrada por el vendaval, en todas direcciones. Hojas caídas de los árboles, empapadas por el agua que caía, volaban por doquier. El siguiente relámpago fue seguido más rápidamente por el trueno; la tormenta se acercaba y lo hacía a toda velocidad. Los cristales de la ventana, que eran múltiples en el modelo de ventana victoriana típica, y que tenían más de cien años de antigüedad, se movían a causa de las gotas de lluvia, gruesas y rápidas, que los golpeaban furiosas sin cesar. Tal era la fuerza y la cantidad del agua que los azotaba, que Michelle llegó a temer que se rompieran.
Robert Partridge, su marido, aún no había llegado a casa, por estar trabajando hasta muy tarde en un caso importante que debía presentar en el juzgado al día siguiente. Michelle Partridge se levantó a echar un vistazo por la ventana. No se veía coche o transeúnte alguno. “¿Quién iba a arriesgarse a salir de casa con semejante temporal?” pensó. El ojo de la tormenta debía estar ya sobre ella porque el siguiente trueno, que sonó casi al mismo tiempo que la luz del relámpago la cegaba, fue tan estrepitoso que no pudo sino llevarse las manos a la cabeza, tratando de cubrir sus oídos para no ensordecer. Y fue durante ese instante de extrema luminosidad cuando descubrió a un par de figuras al otro lado de la calle, de pie, a pesar de la fuerte lluvia, como si no les importara calarse, hablando y gesticulando entre ellos. Una bolsa negra, de las que se usan para la basura, completamente llena y de suficiente capacidad como para contener un cadáver, se encontraba apoyada contra la pared. “¿Por qué habré pensado en un cadáver?” se preguntó, cuando en realidad no había visto el contenido de la bolsa. “¿Será intuición femenina?”, siguió cuestionándose.
Del mismo modo que había llegado, la tormenta empezó a alejarse, lentamente primero, más deprisa después. Por fin cesó de llover y el viento amainó, dejando tras de sí abundante hojarasca mojada por todas partes, así como también algunos árboles que no habían resistido la violencia sufrida y se hallaban ahora tumbados, cortando el paso a cualquier vehículo que quisiera circular por la calzada. Michelle bajó al salón para escudriñar la calle desde el ventanal, que era muy grande, pero allí no había nadie ni bolsa de basura alguna.
«Qué raro», pensó mientras subía de nuevo a su habitación. Y se volvió a acostar.
Los Partridge eran una joven pareja que se había instalado en Peckham dos años atrás, cuando contrajeron matrimonio. Peckham había sido anteriormente un barrio pobre de Londres, como todos los que se sitúan al sur del Támesis, siendo la zona norte la más apreciada durante siglos. Pero la escasez de vivienda y la necesidad de nuevas construcciones en la capital del país hicieron que todo el centro de Londres, a ambos lados de Támesis, mejorase de categoría y empezaran a ponerse de moda entre la población más joven, que no podía costearse una vivienda al norte del río; de hecho, se consideraba ahora que Peckham estaba de última moda, con todo tipo de tiendas nuevas y numerosos bares y restaurantes modernos donde acudían los profesionales jóvenes. Las nuevas viviendas se iban construyendo en los suburbios, cada vez más alejadas del centro. Ellos pudieron comprar la casa en Elcot Avenue, porque aún los precios no eran tan altos como los del norte del rio y porque, al trabajar los dos, contaban con dos sueldos al mes en una familia sin hijos, de momento. La casa en sí era típicamente victoriana, de dos pisos habitables más un altillo, que generalmente se usaba como trastero. Estaba adosada por ambos lados a casas similares consistentes en una planta baja, que daba a un jardín posterior, y en la que se situaban la cocina, el comedor y una sala de estar, un primer piso que tenía tres habitaciones: una la principal, otra la de invitados y una tercera que se la conocía como «la caja», de tan pequeña que era, y un baño completo. Hay cientos de miles de casas de este diseño repartidas por todo el país.
Esa misma tarde, a eso de las siete, no muy lejos de donde vivían los Partridge, concretamente en el número 27 de Elcot Avenue, John Smithson no estaba tranquilo. Era un hombre de unos sesenta años. De mediana estatura, pero corpulento, con pelo gris, abundante y una perilla de un tono similar. No se había casado nunca y había vivido siempre con su madre, en la casa que luego había heredado al morir esta. No tenía ni oficio ni beneficio que se supiera, pero algo más que la casa le debió de dejar la madre para poder seguir viviendo en una zona como esta sin trabajar.
La casa de John estaba situada justo a la altura de donde estuvo a punto de atropellar, o había atropellado, aquella misma tarde, a una anciana que yacía sobre la calzada; no estaba seguro de haber frenado a tiempo. La había abandonado de inmediato, tras comprobar que no tenía pulso, para llevar su coche lo más lejos posible. Ya lo inspeccionaría después para comprobar si había sufrido daños que pudieran ser usados como evidencia, en cuyo caso se encargaría de hacerlos desaparecer.
Había llamado en seguida a Barry Spike, un conocido suyo de su estancia en la cárcel, hacía ya mucho tiempo, para que le ayudara a desembarazarse del cadáver. Barry había acudido prontamente y sin rechistar, algún favor le debía de sus tiempos de encierro. Y las deudas de la cárcel hay que pagarlas sin hacer preguntas.
Entre los dos, habían metido el cadáver en una bolsa de plástico negra y la arrastraron unas treinta yardas más allá de dónde la habían encontrado. Usaron una tabla de patinaje donde apoyar la bolsa para trasladarla con más facilidad. La depositaron en la acera opuesta al número 39 de Elcot Avenue, que hacía esquina, y estaba bastante lejos de donde vivía Smithson.
Una vez allí, habían discutido sobre qué hacer con ella. Finalmente decidieron que mejor dejarla donde estaba. Pero antes de llegar a esta decisión, pasaron un buen rato discutiendo en la acera donde la bolsa con el cadáver dentro se apoyaba en la pared. John hubiera preferido llevarla más lejos mientras que Barry, más pequeño en talla y fuerza, prefirió dejarla allí; estaba cansado por el esfuerzo y, al fin y al cabo, esa no era su calle; a él la Policía no le seguiría la pista.
Lo peor de todo es que un coche que circulaba por Elcot Avenue los había visto, a los dos, poco después de las seis de la tarde. No pudo ver con claridad si era alguno de los vecinos, pero creyó reconocer el coche de la Sra. Partridge, que vivía en la misma calle, poco después del recodo. Solo la conocía de vista y no tenía ni idea si ella lo había reconocido a él, no había dado señales en ese sentido, pero bien podría haberlo reconocido y no haber dicho nada.
John pensaba que no sería de extrañar que la Policía fuese a interrogarlo; «suelen hacerlo con todos los vecinos cercanos al lugar de un crimen, por si pueden haber presenciado algo», pensó. Tras intentar razonar durante un rato, había tomado la decisión de decir que él no había visto ni oído nada, que había salido temprano a tomar unas cervezas a casa de un amigo. Ni siquiera recordaba la tormenta. No sabía nada de nada de atropellos ni de bolsas de basura. Sin embargo, esta explicación solo le valdría si Barry la corroboraba, por lo que volvió a llamarle para pedirle que le diera una coartada sobre lo ocurrido.
—Barry, tío, necesito que me hagas otro favor —le dijo.
—¿Y ahora qué? —contestó Barry de mala gana.
—Que, si te pregunta la Policía, que digas que estuve en tu casa la noche del 25 de febrero, tomando cervezas y jugando a los dardos. Que llegué sobre las seis.
—Ya, tío, pero este es el último favor que te hago, ¿vale?, ya no te debo nada, digo yo, vamos —, contestó Barry mostrando que estaba harto de hacer favores.
—Vale, hombre, no me debes nada más, pero haz lo que te pido. — Y colgó.